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Periódico Arteria

La gran belleza que crea Silvio Porzionato

  • Foto del escritor: Diego Guerrero
    Diego Guerrero
  • 16 jul
  • 6 Min. de lectura
La galería LGM, de Bogotá, presenta una serie del italiano Silvio Porzionato que envuelve al espectador a la vez por su simpleza, su misterio y su belleza.

Silvio Porzionato ha seguido un camino que lo llevó de ser un niño de una familia trabajadora en Turín (Italia) a un periplo por la india y hacia adentro de él mismo para encontrarse con su destino.  /Diego Guerrero- ARTERIA
Silvio Porzionato ha seguido un camino que lo llevó de ser un niño de una familia trabajadora en Turín (Italia) a un periplo por la india y hacia adentro de él mismo para encontrarse con su destino. Expone en la galería LGM, en Bogotá. /Diego Guerrero- ARTERIA

DIEGO GUERRERO

Editor

ARTERIA


Silvio Porzionato, italiano de 54 años, delgado, alto y de pelo revuelto, se para junto a uno de los cuadros de rostros que exhibe en la galería LGM, en Bogotá. La cámara trata de encontrar una cara para enfocar mediante su sistema automático, pero prefiere mirar al pirata pintado al óleo que al artista. Así de reales e intensos son sus pinturas.


La historia que este pintor cuenta de su vida como artista es tan fascinante como sus pinturas en gran formato, las cuales consiguen cautivar a casi todo aquel que las mira.


Algo desgarbado, uno diría que parece más un mochilero que un pintor que viaja por el mundo tras sus obras. De hecho, fue como mochilero que hace unos 20 años –ya grandecito para iniciar en el arte, según el mismo dice– decidió hacerse pintor.


Nació en las afueras de Turín, al norte de Italia, y sus padres, que regentaban un restaurante, le inculcaron que debería ser un hombre de una vida con horario de oficina, sin sobresaltos financieros… la seguridad de usar corbata en un despacho. Pero la vida da vueltas y solo aquel que sigue sus curvas encuentra lo inesperado, o lo querido pero no soñado.

Silvio Porzionato encontró su talento y su vida en el acto de pintar, algo que dice, se le hace fácil. /Diego Guerrero-ARTERIA
Silvio Porzionato encontró su talento y su vida en el acto de pintar, algo que dice, se le hace fácil. /Diego Guerrero-ARTERIA

“El primer trabajo que tuve fue en el restaurante de la familia, para ayudar. Era mesero. Cuando se murió mi papá, vendí todo para que mi madre no tuviera que trabajar, porque con ese dinero podría vivir. Entonces, me pregunté qué hacer con mi vida”, recuerda.


Duda cuya respuesta lo fue llevando al arte de una manera muy poco común. “Mi familia no quería que yo pintara o tuviera un trabajo artístico porque no creían que eso podía ser una vida. Pero la única cosa que yo sabía hacer –por fuera del restaurante– era dibujar. Pensé que podría trabajar en un negocio de diseño de interiores, porque había estudiado un poquito de arquitectura. En una oficina me dijeron que estaban buscando arquitectos”.


El caso era que, por alguna razón, nadie duraba en esa oficina, así que allí le dijeron con algo de resignación: “Si quieres probar, ahí está el escritorio”. Y él fue y se sentó. Estuvo unos cuatro años y ascendió hasta manejar el negocio y hasta que se aburrió. Para él, la vida tenía que ser más que madrugar, trabajar en una oficina, comer y dormir.


“Un día, un amigo me llamó y me dijo que estaba abriendo un hotel pequeño con restaurante, en un viñedo, y le pregunté: ‘¿Puedo ir a trabajar contigo?’. Dijo que sí, pero que pasaría un año para que todo estuviera listo, porque lo estaban remodelando”. Así que, como tendría trabajo dentro de un año, renunció a la arquitectura al otro día y se fue de mochilero a Tailandia, Laos y la India.

Hasta aquí todo normal. Ahora comienza lo raro.


Silvio recuerda que estaba en las afueras de una estación en Calcuta (India) cuando una señora “con un punto rojo en la frente” le preguntó por medio de su asistente a dónde se dirigía y si quería que lo llevara.


“Yo estaba en un periodo de mi vida en el que a todo le decía que sí, mi período ‘yes man’ como el de la película, y acepté subir al auto con la señora y el asistente. Cuando íbamos por el centro de la ciudad, me preguntó dónde me alojaba y le dije que no tenía reservación en ninguna parte. Entonces ella me preguntó si quería alojarme en su casa”.

Diego Guerrero /ARTERIA
Diego Guerrero /ARTERIA

Y como aquello ya se estaba poniendo extraño, le preguntó por qué quería que fuera a su casa y ella contestó con la seguridad de una vidente: “Porque para mí, tú eres un pintor, eres un artista, estoy segura”. “Hasta ese momento –dice Silvio– yo no había pintado nada en mi vida, pero ahora creo que esto cambió en parte mi visión”.


La señora resultó ser una artista y él se alojó una semana en su casa.

“Luego salí hacia el Himalaya y en el viaje lo que ella había dicho me daba vueltas en la cabeza porque, cuando yo estaba pequeñito, quería ser un pintor, pero mi papá y mi mamá me decían que de grande tendría que ponerme la corbata.


“En el viaje comencé a dibujar el Taj Mahal, a la gente, las caras, y, por primera vez sentí que tenía una identidad, la cual no era ser turista con una cámara, sino el dibujante al que todos los niños se le acercaban a ver el trabajo. Yo regalaba los dibujos.


“Cuando volví a mi casa estaba feliz y seguro de que podía ser yo, porque aprendí que en la India la gente no pregunta qué quieres ser sino qué eres tú… cuál es tu talento, qué puedes hacer fácil. Entonces pensé que este podía ser mi trabajo en unos años”.


En Italia, durante tres años que trabajó en el restaurante del viñedo de su amigo, empezó a pintar. Ventajas de tener tres días libres a la semana, pues el negocio cerraba de lunes a miércoles y –‘bonus track’– casi tres meses al año, durante el invierno.


“Yo pintaba todo el tiempo, ¡eran pinturas gigantes! Pintaba en óleo y acrílico. Nadie me enseñó. Me acuerdo que yo trabajaba, veía el cuadro y decía: ‘¿Yo? ¿Soy yo? ¿Es mío esto?’, sin embargo, era algo que me parecía fácil.


Un día, ya aburrido de trabajar en el restaurante, decidió jugarse el todo por el todo: o sería pintor o fracasaría en el intento. “Durante dos años solo comí arroz blanco, no risotto, arroz blanco.


Yo pintaba y ponía mis trabajos en Instagram y Facebook”, dice. Pintó en verano, en primavera y en otoño y en invierno, lanzaba leña a la chimenea y seguía pintando. A veces un vecino le ayudaba con el día a día y apenas si podía pagar el alquiler.


“Un día, una persona italiana que conocía a un coleccionista de Hong Kong me escribió y dijo que había visto mi obra en internet y que vendría el 4 de enero a visitarme en mi casa en Turín”. Yo me dije con ironía: “Sí, claro… cómo no… va a llegar fijo el 4 de enero… ya sabes somos italianos…”, dice.


Y llegó el 4 de enero y la persona tocó su puerta, pero no estaba sola sino con el galerista de Hong Kong… “Él miraba y decía ‘me gusta esto, me gusta esto…’”. Eran muchos cuadros. Empezaron a hacer cuentas y Silvio pensaba: “Hace unos meses no tenía con qué pagar el alquiler y ahora…”.


Recuerda que el precio era muy bajo: “Mil euros, mil quinientos euros, vendía por lo que me daban, pero no importaba porque para mí lo importante era hacer esto, hacer de esto mi vida, no ganar dinero, el dinero, la exhibición, la galería, la feria están bien y son importantes, pero eso llegó en otro período de mi vida. Para mí, en ese momento, era vivir mi vida, la vida que me gustaba vivir. Tenía 35 años…”.


Desde eso no ha dejado de vender y las cosas, claro, han cambiado: “Ahora mi vida cuesta mucho más, porque está el viaje, la feria. Ahora estamos aquí (viaja con su pareja, que le traduce al español), en dos semanas voy a Dubái, en agosto, vamos a Palma de Mallorca (España); tengo exhibición en Génova (Italia) en diciembre, luego, Miami (EE. UU.)… Me gusta lo mismo, pero la sensación que tenía al principio, de estar en un estudio pequeñito, con frío, tirando la leña al fuego era una cosa que me gustaba muchísimo.


Un tipo de gran formato

En esta ocasión, en la galería LGM, las obras presentadas en la exposición ‘El universo a partir de poco’ muestran rostros en gran y grandísimo formato, de personas que no existen sino en esa pintura, aunque se ven tan reales.


Tanto que, paradójicamente parecen al tiempo irreales. Si uno se deja llevar por el “sentido de lo onírico”, podría decir que son fantasmas de personas vivas, hombres y mujeres que parecen saber algo de los que los miran.


Son pinturas de la que podría ser una chica en una discoteca, esa mujer bella que viste por un instante y se te quedó grabada y de vez en cuando vuelve a la mente; el hombre que, sabedor de lo que es, mira entre penetrante y casi distraído.


Con mucho misterio, parecen estar no en un lienzo sostenido por un bastidor, sino al otro lado de una ventana, en otro mundo. Son pinturas que recuerdan que el arte puede llevar a otra dimensión, a otro tiempo donde no todo es exactamente explicable.


Y aunque esos personajes podrían ser de muchos lugares, siendo un poco laxos, puede decirse que la belleza de sus cuadros evoca un poco la que siempre ha rodeado su país de origen: algo de misterio, un sentido estético que envuelve y que hace querer abrir el lienzo y pasar al otro lado a ver qué hay ahí.

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