A propósito del XII Encuentro Nacional de Patrimonio Cultural organizado por la Dirección de Patrimonio y memoria del Ministerio de las Culturas, las Artes y los Saberes, un texto de la viceministra de los Patrimonios, las Memorias y la Gobernanza Cultural del Minculturas.
Saia Vergara Jaime
Me llamo Saia María Vergara Jaime, soy colombiana y tengo 46 años. Mi primer nombre es de origen chibcha y significa “camino de arriba” y “sereno” (referente a la humedad de la noche) en muisca. Ambas lenguas provienen de civilizaciones que habitaron nuestro territorio entre el 200 y el 1600 d.C. El segundo nombre, María, viene de Míriam que significa “luz sobre el mar” y aparece escrito en el libro del Éxodo a partir siglo VI a.C. El Vergara es de origen vasco y el Jaime, judío sefardí.
Crecí en el exilio, en Ciudad de México. Llegué a los 3 años y volví a Colombia, a los 13. Mi madre es bogotana, de ascendentes boyacenses, y mi padre cartagenero, proveniente de familias que llevaban siglos asentadas entre Panamá y Cartagena, y en las sabanas de lo que fue el ‘Gran Bolívar’.
Fui criada con leche materna, tetero de Kola Román con leche de vaca, changua, patacón, bollo de mazorca, tacos de carnitas y quesadillas. También me alimenté con atole y tamales, de tradición prehispánica mesoamericana, cuyos orígenes datan, según indicios, de entre los años 8000 y el 5000 a. C. Crecí comiendo dulces ácidos, muy picantes, del mismo modo que disfrutaba los rollitos de bocadillo con arequipe que nos llegaban de Colombia, de vez en cuando.
En casa de mi papá escuchábamos a Pablo Milanés y a Silvio Rodríguez, a Luis Eduardo Aute y a Tania Libertad, pero, también, me sabía de memoria los cantos de la alabanza con los que mi madre nos levantaba, las canciones de Cri-Cri y Topo Gigio, las de Agustín Lara, Daniela Romo, Menudo, Hombres G, Soda Stereo y Depeche Mode, que escuchábamos en la radio con mi hermano, Federico, por allá en los años 80.
Mi madre nos transmitía valores a través de dichos y refranes que había aprendido en su casa, mientras que mi padre nos recitaba poesía del pensamiento ancestral heredado de nuestros hermanos mayores, los pueblos que habitan el corazón del mundo, la Sierra Nevada de Santa Marta.
También lo escuchábamos hablar de los ideólogos de la revolución cubana y panameña. Ella usaba un lenguaje muy refinado con un tono de voz muy suave; él se comía la letra “s”, hablaba fuerte y, con un ritmo cadencioso, citaba frases de otros dos caribes universales, Jaime Bateman y Simón Bolívar.
Leíamos las historias de la Biblia, las fantasías de los piratas en el Caribe recreadas por Emilio Salgari y escuchábamos la radionovela, Kalimán, por la XEW. Con mucha frecuencia bailaba la música de la revolución mexicana en los eventos conmemorativos del colegio, pero también me movía con la música del ‘Gran Caribe’ en las rumbas de ‘lxs exiliadxs’, en la Casa de Colombia. Con las amiguitas jugábamos al avión, la riata, la víbora de la mar y a las escondidas, y nos trasnochábamos algunos viernes aprendiendo a hacer escaleras y tríos con las cartas, y a pensar con estrategia en el dominó.
Íbamos con ‘Fede’ a la farmacia a jugar maquinitas y cuando llegó el Atari nos fascinamos con PacMan. Luego, con la consola Nintendo no hacíamos más que poner al pobre ‘Mario Bros’ a saltar obstáculos, romper ladrillos con la cabeza y comer hongos poderosos.
No sé cómo ha podido sobrevivir tantas décadas con ese estilo de vida. Veíamos El Chavo del 8, Mazinger Z, novelas mexicanas y venezolanas. También, Vampiros en La Habana, del cubano Juan Padrón, y La historia sin fin, del alemán Wolfgang Petersen, que eran las dos únicas películas que teníamos en el recién llegado Betamax.
Les cuento todo esto porque, preparándome para el XII Encuentro Nacional de Patrimonio me puse a pensar en una posible definición del patrimonio cultural que fuera más allá de las enunciaciones académicas.
Quería acercarme al alma, a la raíz, encontrar una definición sentida, vivida, que conectara con la experiencia del día a día de cualquier persona. Y conforme he ido escribiendo este texto voy descubriendo la cantidad de legados patrimoniales que han confluido en mis genes y en mi cuerpo durante estos 46 años. Y pienso, también, en la herencia cultural de mi hijo, José María, cuyo padre es madrileño de ancestros valencianos y extremeños.
Toda esta reflexión me lleva a ser consciente de que desde lo micro podemos entender lo macro, es decir, a partir de nuestras historias personales también podemos entender la historia de nuestros pueblos: somos un cúmulo de mezclas, de diálogos intergeneracionales e interculturales que nunca cesan.
¿Qué sería de cada ‘unx’ de ‘nosotrxs’ sin nuestros referentes culturales? ¿Cómo habría sido nuestra infancia y nuestra adultez sin los legados, las prácticas y las memorias familiares, sin las costumbres compartidas en el pueblo, la ciudad o el país donde nacimos y crecimos?
Les invito a hacer este mismo ejercicio de rastrear sus herencias, sus patrimonios. Se sorprenderán al ver que la identidad es el resultado de un mestizaje cultural infinito que nos hace seres únicos e irrepetibles.
Los patrimonios de los que se habla en estos espacios académicos, con las amigas o en la calle no nos pertenecen, vienen de tiempos pasados, muchos de ellos, inmemoriales. Los recibimos y cultivamos para, también, transmitirlos a las generaciones presentes y a las que están por venir. Cuando nos detenemos a pensar en los patrimonios que hemos recibido como herencia también nos damos cuenta de nuestra pequeñísima dimensión, de nuestro paso fugaz por esta vida. No somos nada. A lo sumo, una coma en el texto de la historia.
Somos partícipes y agentes activos de múltiples legados culturales cuando nos deleitamos con la arquitectura de nuestros 45 centros históricos; pero también cuando alimentamos nuestro cuerpo y alma con las recetas de las taratarabuelas, que son infintas; o cuando nos ponemos un poncho boyacense, un sombrero de cañaflecha o una mochila wayuu; cuando alegramos al cuerpo moviéndolo al son del tambor y la gaita, del acordeón o las guitarras eléctricas mientras lo hidratamos con chicha, guarapo, viche, ron y un infinito etcétera de bebidas ancestrales.
Todo lo que nos rodea proviene de tradiciones, usos y costumbres que han llegado hasta ‘nosotrxs’ a través de las prácticas cotidianas que hemos asociado a nuestras identidades, en muchísimos casos, como lo que acabo de compartir, identidades múltiples, mestizas, incluso contradictorias. Las herencias culturales nos sobrevivirán, y seguirán transformándose, haciéndose más robustas, quizá mezclándose con otras o adelgazando hasta desaparecer para darle paso a otras nuevas.
Nos vestimos con nuestros patrimonios, los saboreamos, nos los comemos, los compartimos, nos embriagamos con ellos, nos hacen sentir parte de algo más grande. Nuestros patrimonios generan sentido de pertenencia, nos reúnen y nos recuerdan que, ‘juntxs’, sabemos crear momentos de excepción que generan felicidad y belleza para combatir los dolores y el sinsentido de la vida.
Nuestros legados también nos convocan, como en este encuentro de cuatro días en la fría capital de Colombia, en torno al intercambio de experiencias que se transmiten a través de uno de los mayores patrimonios culturales compartidos que tenemos como humanidad. Me refiero a su majestad la palabra. Ésa que es capaz de crear y sanar pero, también, de explotarlo todo.
En estos días nos hemos encontrado personas de distintas culturas en espacios de reflexión, palabra que viene del latín reflexus: “acción de volver hacia atrás”. Esta tradición de juntarnos a conversar y de volver atrás también es un patrimonio que hemos heredado de la antigua Grecia, la llamaban ágora, y, del mismo modo, estos encuentros los han practicado desde siempre los pueblos originarios en sus espacios rituales y sagrados.
Nos convoca, entonces, la palabra. La honramos, le profesamos nuestra más ferviente devoción y le agradecemos que nos permita estar en juntanza poniendo en común los legados y herencias culturales que hemos recibido y que serán un faro para el presente y el futuro.
Nota del editor: Para este texto hemos conservado las equis en algunas palabras escritas por la autora, las cuales hemos puesto entre comitas sencillas, puesto que en en ARTERIA utilizamos los usos del lenguaje aceptados por la RAE.